La Causa de Catón: La Máscara de los Indignados

La Causa de Catón: domingo, 8 de diciembre de 2013
La Máscara de los Indignados
La Secretaría General de La Causa decidió romper el chanchito e invitar ayer a la noche al equipo de La Causa a ver la representación de Un Ballo in Maschera de Verdi en el Teatro Colón. El equipo de La Causa, por alguna razón, no pudo evitar la comparación con la decisión de Hitler de enviar a miembros del ejército y trabajadores en la industria militar a Bayreuth con todos los gastos pagos, como recompensa por sus esfuerzos (Frederick Spotts, Bayreuth: A History of the Wagner Festival, p. 190).

La comparación provino del hecho de que a muy pocos de los «huéspedes del Führer» les gustaba la ópera y mucho menos Wagner, de tal forma que estos huéspedes conformaban una audiencia cautiva: no tenían elección, tenían que asistir o asistir: eran transportados en grupos a Bayreuth en un tren musical del Reich, llegaban a las seis de la noche y marchaban en columnas a las barracas en donde eran alojados. A la mañana siguiente se reunían en el teatro en donde recibían folletos sobre Wagner y lecciones sobre la ópera que iban a ver ese día. A la mañana siguiente volvían, siendo reemplazados por otro contingente de huéspedes del Führer (de hecho, en estos “Festivales de Guerra” el Teatro de Bayreuth no estuvo abierto al público en general sino sólo a los “huéspedes del Führer”). Muchos de los soldados muy probablemente habrían preferido seguir peleando antes que escuchar a Wagner. Curiosamente, no hubo comparaciones con sorteos cuyos premios fueran un viaje a Miramar.

De todos modos, quizás la comparación se debió a la «polémica» representación de Un Ballo. En primer lugar, los cantantes no estuvieron a la altura, salvo «honrosas excepciones». En segundo lugar, fue muy curiosa y fundamentalmente, la producción, a cargo de Alex Ollé, de La Fura dels Baus. Todos los cantantes, incluyendo al coro, usaron máscaras durante toda la representación, salvo «honrosas excepciones», muy similares a los protectores craneanos que emplean los forwards en rugby; además, usaron un guardapolvo similar a los que usan los funcionarios de la AFIP en ciertos operativos; y finalmente, casi todo el elenco, quizás en un toque de justicia poética, muere gaseado sobre el escenario una vez que se quitaron los máscaras precisamente al final. Además, durante la representación se proyectaron imágenes en las que no podían falta las máscaras de los indignados. Sólo faltó un clip de «La Máscara», con Jim Carrey.

Sin duda, lo que está en juego es lo que alguna vez puede haber sido una transgresión y hoy no es sino una moda decadente: usar a las óperas como una ocasión de hablar del presente. Vamos a citar el muy importante documento contenido en el programa de la ópera de ayer en las palabras mismas de Ollé: «De la sordidez de la historia desplegada en el libreto fueron surgiendo los hilos que establecieron una conexión estética con el universo ideológico de Orwell y su mundo futurista de 1984, que no hacía más que recorrer el horror a los totalitarismos del siglo XX». Como diría Sheldon Cooper, ¿en cuál de los mundos posibles puede Un Ballo in Maschera, o cualquier ópera del siglo XIX para el caso, tener conexión alguna con sucesos acontecidos un siglo después, a menos que la ópera contara con propiedades prolépticas?

Continúa Ollé, «en la actual crisis del capitalismo, el poder político y el financiero se confunden en una trama corrupta de intereses ambiguos del todo ajenos al bien común. Contra esta utilización cínica del poder se han alzado, en los últimos tiempos, las voces de los indignados, (…). Curiosamente es un personaje global que se caracteriza por llevar la cara cubierta, es decir, por el uso de una máscara. Su intención, sin embargo, es arrancarle la máscara al poder. Es en este sentido que todos los personajes de Un ballo in maschera llevan su máscara de principio a fin. Nadie muestra realmente el rostro desnudo en público. Sólo Ricardo y Amelia, en la intimidad, descubrirán su verdadera identidad». Obviamente, se debe a que «esta historia contiene, pese a todo, una historia de amor. El resto es toda mentira». Para finalizar, la «última máscara, la del baile, tal vez sea, en una pesadilla de tintes surrealistas, una máscara de gas que logre proteger, a los supervivientes, de su propio terror a una muerte masiva».

La cuestión, en el fondo, es: ¿por qué esta necesidad imperiosa de usar a la ópera, o al arte en general, como una ocasión para el anacronismo? ¿Acaso la suposición es que el público se olvida de su realidad y necesita que se la recordemos en el teatro? Suponiendo que el público fuera olvidadizo, de ahí no se sigue que alguien tiene el deber de recordarle cómo es la realidad.

Por otro lado, el problema obviamente no es la política de la representación. Si fuéramos fieles a las intenciones y contextos originales, esto permitiría que el significado de la obra emergiera tal como es, sea que la obra fuera conservadora o revolucionaria para el caso. Además, es la única manera de ser fieles a la historia, de concederle autonomía frente al presente y de paso poder aprender de ella. Pero para aprender de la historia tenemos que dejar de subordinarla al presente. Precisamente, el anacronismo no es sino una disposición ingenua o perversa de suponer que la historia no existe, que todo es presente, y por lo cual el anacronismo es el mejor antídoto contra cualquier propuesta genuina de cambio.
Nada más revolucionario hoy que una producción como la que se muestra en este clip de Carlo Bergonzi, quizás uno de los mejores tenores verdianos de todos los tiempos, en vivo aparentemente, no sabemos cuándo ni dónde (irónicamente, como en una producción contemporánea):

Y si hay miseria, que no se note: un Plácido Domingo muy joven, quizás en el Teatro Covent Garden de Londres, por 1975:

Posted by Andrés Rosler

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