"Me encantaba escucharlo contar historias que habíamos vivido juntos" – Tiempo Argentino

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30.07.2013 | Flora Guzmán, viuda de Héctor Tizón, quien compartió más de medio siglo con él, lo recuerda en el primer aniversario de su muerte
"Me encantaba escucharlo contar historias que habíamos vivido juntos"
Hace un año se iba el  hombre que sabía escuchar el silencio y que hablaba en sus textos con el español mestizo aprendido de sus nodrizas. Emocionado retrato del escritor argentino que habló con la desértica voz de la Puna.
Por: Natalia Páez
Hace un año exactamente moría Héctor Tizón, la voz de la Puna. Tenía 82 años, dejaba más de 20 novelas, cuentos, artículos y ensayos. Y el reconocimiento de locales y foráneos, como haber sido nombrado Caballero de la Orden de las Artes y las Letras por el gobierno francés; o haber sido propuesto para el Nobel de Literatura en 2005 por la Fundación Konex. Se iba como había vivido: escribiendo. Había publicado Memorial de la Puna (Alfaguara 2012), un libro que repasaba los grandes temas que lo obsesionaron, esas historias que también había contado en las que se consideran sus obras maestras, como Fuego en Casabindo, La casa y el viento, La mujer de Strasser.

Si bien los viajes y el exilio lo atravesaron e imprimieron marcas que quedaron en toda su producción, había elegido vivir y morir en Jujuy. Su esposa por 52 años, compañera en su pasión por las letras, la filóloga y escritora Flora Guzmán, lo recordó para esta entrevista sin velar sus lágrimas por la ausencia pero también sin evitar una serena alegría al evocar su agudo sentido del humor y los incontables momentos de plenitud y riqueza que vivió junto a él.
"Nuestra vida no es otra cosa más que recordar; una vida es una acumulación de nombres, de tristeza, de rostros, de cielos y jardines, y debemos recordarlo todo antes de que anochezca", había escrito en aquel libro de memorias.
Nació en Rosario de la Frontera, Salta, el 21 de octubre de 1929. Pero su vida transcurrió en Yala, Jujuy. Allí pasó su infancia y conoció el desierto y la lengua quechua. En los años de exilio entre 1976 hasta 1982 en los que vivió principalmente en España pero también en París y Milán tuvo una crisis existencial que lo llevó a querer olvidarse de su país para siempre. Allí Flora, su mujer, lo convenció de ponerse en manos de un terapeuta para superar su voluntad enfermiza de olvido. Cuenta que durante semanas viajó desde la localidad madrileña de Cercedilla hasta la capital, para tratarse. De las notas que tomó por esos días surgió el libro La casa y el viento.
Lejos del folklorismo provinciano en sus historias hay problemas universales enmarcados en un escenario con cerros de siete colores. Estando en México, adonde viajó en 1960 publicó su primer libro de relatos al que tituló A un costado de los rieles. Allí se relacionó con escritores de la talla de Juan Rulfo, Ernesto Cardenal o Ezequiel Martínez Estrada.
Trabajó atmósferas sencillas sin perder la épica. Con personajes que son una apología del silencio y la soledad. Tal vez una característica que compartían con sus paisajes puneños.
Fue muchos. Abogado, periodista, también fue diplomático y llegó a ser juez de la Corte Suprema en Jujuy. "Exiliado y regresado", así se definió una vez.
Su esposa Flora Guzmán es lingüista, crítica literaria y doctora en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid. Entre sus libros están Literatura e identidad en la Argentina de los años 30 (1988); Registro de voces kechuwas vigentes (1998) y Memorias del paisaje (2004). Es autora, además, de textos críticos que acompañan la obra de Daniel Ovejero, Roberto Arlt y Eduardo Mallea. Su último libro es La mirada secreta (Taurus, 2010), historia de mujeres "de audaz transgresión".
Desde la última casa que compartieron en Jujuy, Flora recuerda a su marido, con quien estuvo casada más de medio siglo. Estableciendo una marcada distancia de ese hombre con el que tuvo tres hijos, cuando lo recuerda como figura pública, lo hace con nombre y apellido.
–¿Recuerda precisamente cómo se conocieron?
–Después de haber tenido una relación tan profunda y larga en el tiempo se me hace que hemos vivido todo y ahora se me acumulan "flashes" que mezclan –como hace la memoria, a veces caprichosa o insistente y siempre fragmentaria– momentos que son lo menos parecido a un relato ordenado y más aun cuando en ese relato están incluidos algunos años pasados en otros países –mientras Héctor Tizón era representante diplomático– y además un exilio traumático (tal vez todos lo son).
–Ustedes vivieron muchos viajes. ¿Cuál recuerda especialmente y por qué?
–Los viajes han sido, diría que siempre o casi siempre, los mejores momentos que pasábamos: nuestra relación era puro disfrute y los vivíamos con mucho placer, aun los de trabajo. Habían algunos especiales, diferentes, como cuando íbamos a visitar a nuestros hijos, a Álvaro que vive en Madrid y a Guadalupe, en Francia. (Sólo Ramiro Tizón, el mayor, vive por suerte en la otra cuadra de mi casa, en Jujuy). ¿De todos los viajes cuál recuerdo más? Tal vez uno remoto en el tiempo pero que mantiene frescura. Yo empezaba a investigar y tenía que hacer un trabajo de campo en la Puna, entonces le propuse a Héctor que me acompañara. Llegamos hasta la frontera con Bolivia. En el camino, nos enteramos que era la fiesta patronal de Casabindo y allá fuimos por primera vez a ese pueblo que tanta incidencia tendría en su obra. La primera novela, Fuego en Casabindo; posteriores reediciones y la ópera que compuso Virtu Maragno, estrenada en el Teatro Colón, sobre el texto de Tizón.
–Usted a pesar de ser lingüísta y crítica literaria dice que "no tiene conocimiento acabado sobre la obra de Tizón". ¿Era una decisión suya no estudiar críticamente la obra de su marido, uno de los grandes escritores argentinos?
–En cuanto a mi posición respecto de la obra de Héctor Tizón, desde siempre entendí que la crítica exige una distancia ajena a lo personal.
–¿Cuál es su relato sobre el vínculo que los unió?
–Yo admiraba en Tizón su inteligencia, cierto encanto personal y una elegancia natural, que tenía algo de gravosa a causa de su timidez. Me encantaba escucharlo contar historias que a veces habíamos vivido juntos y cuando él las narraba poco tenían que ver con la historia original. Me llamaba la atención su voracidad para leer –creo que leía todo lo que fuera letra impresa– y también me sorprendían su curiosidad por pequeños datos insólitos. Además de literatura (que no voy a hacer un listado de sus lecturas preferidas porque resultaría de Bouvard y Pécuchet) leía los diarios locales y nacionales. De pronto se detenía y me leía un aviso en donde alguien agradecía a un santo por un incierto milagro –que nos preguntábamos cuál sería–, o bien recordaba la tarjeta de visita de un señor en la que estaba impreso el nombre y abajo, destacado, ponía "Lector de La Nación". Tenía un fenomenal sentido del humor. Ese mismo humor y su disposición reflexiva aparece en notas que apuntaba en libretas donde hacía observaciones, reflexiones sobre su vida, anotaciones sobre lo que estaba escribiendo o ideas para otros textos. «

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